La constancia, una cuestión de estadística

adminpetti

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Es el año 2006. Es 20 de abril. El calor húmedo de la provincia de Corrientes me pega la camisa, la corbata y el saco en la piel. Estoy parado en una esquina, mirando la entrada de una farmacia y perfumería. Mientras la miro pienso en muchas cosas: que tengo calor, que hoy vendí poco, que extraño la comida de la vieja, la cerveza con los pibes y los mates de la abuela. Pienso que mi viejo cumplió años hace tres días y no pude estar, y mi hermana cumple en cuatro.

Muevo un pie para entrar. El día esta raro. Yo, que suelo vender la mitad de los perfumes que llevo para vender en dos horas como mucho, no llevo vendido ni cinco. En media hora todos los negocios de la ciudad van a cerrar para irse a comer y dormir la siesta. Pienso que en la hora de la siesta me aburro. Pienso que quizás el que esta raro soy yo. Pienso en la apuesta que me hizo mi compañero de laburo. Muevo otro pie.

Abro la puerta. La cajera de la farmacia, una señora grande, me ve entrar y pone cara rara, de que no le gusta. Yo, que soy un bicho porteño y caradura, ya se el porque de esa cara. La verdad es que no tendría que estar entrando ahí. En las capacitaciones de la empresa nos enseñan «sonrei, decí que todo el mundo te esta comprando». «De cada 10 personas que se prueben el producto, una va a comprar». «Tenes que hablar con mucha gente». «No entres a las perfumerías, la gente se enoja y cree que le estas tomando el pelo». El sistema de trabajo se basa en entrar a locales comerciales a vender los productos a los empleados. Son imitaciones de perfumes de hombre y mujer, y cremas de dudosa eficacia. Lógicamente, a los farmacias y perfumerías no hay que entrar.

Pero yo soy terco, porfiado, y siempre tengo la esperanza que si entro con una sonrisa y un chiste me van a comprar toda la caja de productos para venderlos ahí después y que me voy a poder hacer el día sin hacer mucho. Ya hice la prueba por lo menos 50 veces, en 50 perfumerías distintas del país, desde la ciudad de Corrientes a Necochea, pasando por Campana, Moreno y Lanus. Llevo acumuladas por lo menos 50 puteadas. Pienso que cuando entro a este tipo de locales, la estadística de venta que me enseñaron en las capacitaciones cambia. Pongo un pie adentro del local, dibujo una sonrisa en mi cara, levanto la frente y avanzo con paso firme.

– Salga de acá, no quiero perfumes.
– Yo tampoco, por eso los vendo.
– Mire que gracioso. ¿Que quiere?
– Hacerle una propuesta. Yo me llevo sus perfumes y vendo los suyos. Usted se queda los míos y los vende. Después nos dividimos mitad y mitad.

La cajera me mira extrañada. Yo sonrió. Me presento, le digo que me llamo Pablo, que estoy trabajando para una empresa de venta directa y blablabla. Mientras blablableo hago morisquetas con las manos y las caras. La señora se ríe. Saco una imitación del «Flower» de Kenzo,  y se lo doy en la mano. Sigo hablando de la empresa. La señora me interrumpe y me dice que le gusta la caja. Es verdad, el packaging es excelente. Si el perfume fuese la cuarta parte de parecido al que dice imitar, me podría hacer millonario. Pero no, el perfume es una mierda y tengo que compensar eso diciendo pavadas para poder venderlo. Le pregunto su nombre. Se llama Mirtha «con h». Le hago poner el perfume en la mano. Lo huele. Le pido permiso y le huelo la mano. Hago «mmmm» con la boca. La miro a los ojos. Le pido casamiento. La señora se ríe de nuevo y se pone colorada. Yo me rió. Saco una crema que esta hecha con aceite de caracol. El envase es azul. O quizás violeta, soy daltónico. Le muestro la crema, le digo que es para la celulitis. Que no es para ella, es para que la regale a su nuera. Se vuelve a reir. Veo que se acerca una empleada, levanto la mano, levanto la voz y le digo que no sea curiosa. Se ríen las dos. Agarro los productos. Los guardo en la bolsa de cartón que llevo.


Es 18 de abril. Pasó un día del cumpleaños de mi viejo y mi hermana me contó por mensaje de texto que fueron a la quinta a comer un asado. Yo estoy en el hall del hotel donde vivo hace 3 meses, cansado, leyendo un libro. Se acerca Guillermo. Guillermo es el que dirige la oficina de la empresa en Corrientes. Le decimos Guimo. Fuimos juntos hasta ahí, el gerente que estaba antes se afano todos los productos y dejo a los 10 pibes que laburaban ahí sin trabajo. Un laburo muy copado si sabes vender, pero casi nadie vende lo que hay que vender para ganar bien. Los pibes de ahí mucho no saben, algunos ni siquiera terminaron el secundario, y la idea era ir nosotros que eramos dos de los mejores y enseñarles.

Guillermo me pregunta como estoy. Le digo que cansado, que me quiero volver a Capital, que no tengo nada que hacer ahí en Corrientes. Los pibes de la oficina a los que supuestamente debo enseñar a vender no me hacen caso. Yo no tengo motivación para salir a vender. Ya caí en la cuenta que el verso de que voy a abrir una oficina propia es justamente eso, un verso. Y a los pibes que laburan ahí no les sirve lo que están ganando. Siento que la aventura de ser un pibe de clase media que se fue al culo del mundo a ser vendedor ambulante ya esta llegando a su final. Guillermo se ríe y me dice «cuando liquides toda la caja antes del mediodía, yo te regalo el pasaje y te vas un fin de semana entero».

Guille sabe que últimamente hay días que no llego a vender el mínimo aceptable, que ya no tengo ganas, y que si no lo logre en Capital menos lo voy a lograr en Corrientes. Creo que Guimo esta igual que yo, pero el es el que nombraron «Gerente», y laburo un montón para darse cuenta de lo mismo: que lo están cagando. Le acepto el trato. No pierdo nada.


– Señoritas, gracias por esas lindas sonrisas. Les deseo buenas ventas.
– Espere, no me dijo a cuanto los vende.
– Están en promoción a 20 pesos cada uno, pero si los quiere todos se los dejo a 10.
(La realidad es que salen 10 pesos.)
– ¿Cuantos tiene?
– Me quedan 6 en la bolsa, pero en el auto (no tengo auto) tengo 10 mas. Me quedan poquitos, los demás ya los vendí todos (en realidad hoy llevo vendidos 4). La gente los pide mucho ¿vio?

Sigo caminando.

– Si me los deja a 9 se los compro.

La miro. El peso de diferencia que ella pide es la mitad de mi ganancia por perfume. Hago cuentas rápidas. Miro el reloj. La vuelvo a mirar.

– A 9 no puedo pero si me los paga ahora 9.50 son suyos. Y me paro yo en calzoncillo de leopardo en la puerta a vendérselos.

Se ríe. Me dice que si y abre la caja. Le pido que todavía no me pague, que me espere 5 minutos que tengo el auto estacionado en la otra cuadra. Camino una cuadra y voy hasta la lencería de Rosa, una mujer que anda con bastón y a la cual un día, ni bien llegaba a Corrientes, la ayude a levantar la persiana del local que se le había trabado. Rosa me deja guardar la caja ahí, para que yo no ande con tantos productos encima a cuestas pateando la calle. Rosa esta en la puerta. Me reta por la hora, me dice que se iba a ir y que me iban a quedar los perfumes adentro. Agarro la caja, le regalo dos cremas y le doy un beso. Rosa me dice hasta mañana.

Vuelvo a a la perfumería. Mientras camino pienso que de paso al hotel hay un locutorio que cierra mas tarde y que puedo llamar desde ahí a la terminal para averiguar pasajes a Buenos Aires. Llego a la perfumería, ahora esta la cajera, la otra mujer de antes y un señor con cara de pocos amigos. La señora que me dijo que me iba a comprar tiene cara triste. Pienso que yo ya me ilusioné que me volvía a Buenos Aires y que en la capacitación me enseñaron que de cada 10 que le ofrezcas el producto, una persona te compra. Y como con las perfumería ya llevo 50 intentos y cero resultados, la estadística es diferente. Pienso que la señora que me dijo que me iba a comprar, sería la numero 1. Y que si no hay 2 sin 3, es porque no hay 1 sin 2. Sonrío, levanto la frente, miro al señor a los ojos y antes que me diga «hola» le digo…

– Ya se lo que me va a decir.
– Ah si! Mire! ¿y usted como sabe? Es adivino?
– No, pero ya se lo que me va a decir.
– ¿Y que le voy  a decir?
– Que no me sienta mal, pero que Mirtha es muy buena negociando y por eso me saco los perfumes a este buen precio. ¿Le enseño usted?
– No, bueno, yo… ¿que precio acordaron?
– Bueno, usted sabe, estos perfumes se venden a 20 pesos en la calle, pero Mirtha consiguió que se los deje a 9.50. Mi jefe me va a matar cuando se entere. Pero bueno, no viene hasta después de la siesta, así que en una de esas tenemos suerte. Si me quiere matar yo se lo mando a que hable con usted.

El tipo me mira y esboza una sonrisa por debajo del bigote canoso. Le pido perdón, le digo que no me presente, le cuento que me llamo Pablo, que trabajo en la empresa de venta directa y blablabla. A todos les cuento mas o menos lo mismo. Que la empresa esta en todo el país (lo que es cierto) que tenemos un sistema de trabajo genial (y es verdad… para el ladri del dueño) y que estoy ahí en Corrientes abriendo una oficina que había sido cerrada por el gerente anterior y dejo gente en la calle, (lo que también es verdad). El señor se llama Carlos y me dice que ellos no le compran a vendedores ambulantes.  Le digo que yo no soy un vendedor ambulante, soy un «promotor» y que yo no estoy vendiendo perfumes, sino «contando promociones». Le cuento que los perfumes están hechos con lagrimas de serpiente africana y que los africanos dicen que las lagrimas de serpiente atraen el dinero. A veces me da vergüenza decir tantas boludeces juntas. Pero hoy estoy decidido a hacer lo que sea con tal de volverme a Capital.

– Igual, Carlos, no se preocupe porque yo ahora estos los vendo en un ratito, a 20 pesos me los sacan de las manos.
– Bueno, hagamos trato, si se venden bien, venga en una semana y se los pago.
– No Carlos, lo lamento, pero a este valor que se lo prometí a Mirtha, tengo que llevarme el efectivo o mi jefe me mata. Y no creo que usted quiera ser cómplice de asesinato.

Carlos se rie. La mira a Mirtha. La miran a la otra mujer, de la cual nunca voy a saber su nombre. La otra mujer dice que siempre nos ve en la plaza del centro vendiendo y que la gente nos compra mucho. Es verdad eso, depende el día. Junto con G y otro de los chicos hay días que nos paramos en la plaza a cantar temas de Sandro a los gritos mientras uno caminaba desfilando como modelo con los perfumes en la mano. Otra veces hacemos la coreografía de Macarena mientras uno la canta rapeando y cambiando el nombre de la protagonista de la canción: Macarena, Josefina, Ermenegilda, Milagritos. Somos pibes jóvenes, empilchados, en el centro de una plaza que siempre pasan las mismas caras, haciendo idioteces, hablando con respeto y vendiendo perfumes «a mitad de precio».

– Miré Carlos, no se preocupe, yo me los llevo y los vendo hoy en la plaza.

Carlos se vuelve a reir, y le dice a Mirtha «pagale a este», me da la mano y se va. Mientras Mirtha abre la caja, me acerco a la otra señora, le pido que se acerque y le estampo un beso en la mejilla. Las mujeres se ríen. Le regalo a cada una un pico dulce que llevo siempre conmigo en el bolsillo de adentro del saco. Me pagan y me voy.


Es 24 de abril, el cumple de Nana. Son las 10 de la noche. Llegue hace unas horas a Capital, y para darle la sorpresa a mi hermana, me fui a pasar las horas a lo de mi abuela. Dormí toda la tarde como un bebe.  Mande un par de mensajes a mis amigos avisando que hoy hay reencuentro en «Mvseo», pero que no digan nada a nadie. Ahora, estoy en la puerta de mi casa de Villa del Parque, con una ramo de flores, esperando que Nana abra la puerta. Hace dos días, salí de la perfumeria de Mirtha, me subí a un taxi y me fui directo a la terminal a sacar el pasaje. Volví a la oficina, puse la caja de los perfumes vacía arriba del mostrador con la plata de la venta de los perfumes, menos el pasaje y mi comisión, y le dije a Guimo que me iba.

Guimo se enojo, pero después se dio cuenta que ya tenia el pasaje. Me pregunto como lo hice.

– Viste que nos dicen que de cada 10, uno compra?
– Si…
– Bueno, de cada 51 perfumerías que entras, 50 te putean y una… una te compra. Es una cuestión de constancia y estadística.

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